Contra la coca, contra la gente

“La guerra contra las drogas es también una guerra contra la gente”. Con esta sentencia, el representante de Estados Unidos cerraba su intervención en la asamblea general extraordinaria que convocó Naciones Unidas para abordar el problema mundial de las drogas en el 2016.

Cada que la ONU publica su informe anual sobre el tema, se escucha decir en Colombia y en el mundo que la lucha contras las drogas “la estamos perdiendo”; los expertos saben, aunque no lo digan, que si no se modifica la actual política antidrogas la guerra estará perdida, y solo se podrá escalar el problema a proporciones manejables –aunque no haya consenso sobre dónde empieza y dónde termina el termino manejable–.

Históricamente Colombia ha combatido las drogas, en especial la siembra y producción de coca, con un enfoque prohibicionista y punitivo. Las cifras de kilos incautados, la cantidad de áreas cultivadas y el número de personas judicializadas permiten determinar avances o retrocesos y justificar dicho enfoque, pero impiden abordarlo de forma integral y atacarlo con medidas a largo plazo que erradiquen el problema de raíz.

Los acuerdos de paz firmados entre el Gobierno nacional y la desmovilizada guerrilla de las FARC planteaban la posibilidad de resolver conflictos históricos con la ayuda de las comunidades, sin necesidad de recurrir a medidas represivas ni militares. El Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), consignado en el punto cuatro de los acuerdos, pretendía ofrecer alternativas productivas para que de manera voluntaria los campesinos reemplazaran la coca por otra actividad agrícola que les permitiera tener condiciones de vida digna y los integrara a la economía formal del país.

Pero una firma resuelve poco y nada. Por culpa de las trabas burocráticas y la incapacidad del gobierno Santos para poner en marcha lo pactado, los cultivos de coca se multiplicaron y la aspersión aérea de glifosato se consolidó como medida coyuntural ante la presión del norte. Según cifras del gobierno estadounidense, las hectáreas de coca pasaron de 188.000 en 2016 a 209.000 en 2017, un incremento del 11%. Análisis de la fundación Paz y Reconciliación determinaron que 10 municipios concentran el 50% de la coca sembrada en el país. En el listado de territorios con mayor cantidad de hectáreas aparecen ranqueados Tumaco, en Nariño, Tibú, en Norte de Santander, El Tambo, en Cauca, Valle del Guamuez, en Putuyamo, entre otros municipios de estos cuatro departamentos que tienen altos índices de violencia, desempleo y necesidades básicas insatisfechas.

En octubre del 2015, sin haberse firmado el acuerdo de paz, el gobierno de Juan Manuel Santos suspendió la aspersión del glifosato acatando el fallo de la Corte Constitucional que prohibió la erradicación de cultivos ilícitos con este método, tras estudiar una tutela de la comunidad indígena de Carijona, del resguardo de Puerto Nare en Guaviare, que alegaba estar siendo afectada por el uso del herbicida, que según estudios de la Agencia Internacional de Investigación sobre Cáncer tiene efectos cancerígenos en el cuerpo humano.

El rechazo a las soluciones caídas del cielo no es nuevo. En 1978 el extinto Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente (Inderena) alertó al gobierno de turno por las consecuencias negativas para la salud humana y los recursos naturales que provocaría fumigar 19.000 hectáreas de marihuana en la Serranía de Perijá y la Sierra Nevada de Santa Marta, tal como lo proponía Estados Unidos. La presión estadounidense aumentó con los años influenciando negativamente nuestra política anti-drogas. Entre 1984 y 1987 más de 30.000 hectáreas de marihuana fueron fumigadas con glifosato.

El cultivo neto de marihuana aumentó más de 150% entre 1985 y 1987. Desde el gobierno de Ernesto Samper, cuyo mandato terminó en 1998, se han fumigado cerca de dos millones de hectáreas en el país. Entre 2003 y 2007 las hectáreas de coca se mantuvieron entre 85.000 y 90.000 hectáreas. Los años posteriores, sobre el Putumayo las lluvias de glifosato fueron las mismas durante cuatro años y las hectáreas de coca se triplicaron. En Antioquia la fumigación se triplicó entre 2013 y 2014, y las hectáreas de coca se duplicaron. En 2014, disminuyó un 30% la aspersión en Meta y Guaviare, y las hectáreas sembradas disminuyeron un 3%.

Aunque las cifras demuestran que además de cancerígeno, el glifosato es costoso y poco efectivo, el 26 de junio del presente año el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE) aprobó el uso de drones de baja altura para que las Fuerzas Militares y la Policía fumigaran con este químico los cultivos ilícitos. Cabe señalar que en septiembre del año pasado Trump amenazó con descertificar al país debido al aumento de hectáreas cultivadas. Santos justificó la medida del CNE afirmando que: “Son avioncitos no tripulados y por su altura se asimilan a una aspersión terrestre”.

Los cultivos ilícitos engrosan la larga lista de fracasos y promesas incumplidas del gobierno Santos: hoy el país tiene 140.000 hectáreas de coca más que las que tenía en 2010 cuando se posesionó el Presidente saliente. En estos ocho año,s Santos le allanó el camino al uribismo. Durante la campaña presidencial el Centro Democrático, Álvaro Uribe y su alfil Iván Duque prometieron enfrentar con todo el rigor necesario los cultivos de coca, considerando las fumigaciones con glifosato y la erradicación forzada como las soluciones más viables al problema, pues la estrategia de erradicación voluntaria la consideran una concesión a las FARC.

Las comunidades del Catatumbo, de Antioquia y del Cauca han manifestado públicamente su voluntad de erradicar de manera voluntaria los cultivos de coca. El pasado cinco de julio, Eduardo Díaz, director del PNIS, aseguró que hasta la fecha 124.745 familias se habían acogido al programa. Sin embargo, a principios de marzo, la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM) manifestó que la judicialización y los incumplimientos del gobierno los obligaba a reconsiderar su participación y su confianza en el PNIS. Además, entre el primero de junio del 2017 y el 26 de junio de 2018, asesinaron 36 cultivadores y líderes que apoyaban iniciativas de sustitución voluntaria, 12 de ellos en el Cauca, 11 en Nariño, y seis en Antioquia.

La coca nunca ha sido un proyecto de vida para el campesinado colombiano; sí un método de supervivencia. Allí donde el Estado solo hace presencia con fusiles y metralletas, donde sembrar café o plátano genera más perdidas que ganancias, donde el puesto de salud y la comercializadora más próxima está a tres horas de camino, las comunidades no tienen otra alternativa que insertarse en la cadena productiva del narcotráfico.

En zonas remotas del Catatumbo y el Putumayo siguen esperando el alumbrado público, la maquinaria, y las vías terciarias que les prometieron hace veinte años para conformar un mercado local que sea productivo y legal. Los campesinos siembran la coca, raspan la hoja, la mezclan con cal, cemento, y gasolina, la cristalizan, la filtran con ácido sulfúrico y amoniaco, la secan hasta que quede la pasta, la escurren, la presan, la secan, y la empacan al vacío. Son ellos los que hacen el trabajo sucio, los que son fumigados con veneno, los que son estigmatizados, perseguidos y judicializados. Son ellos los que reciben la porción más pequeña del negocio.

Hace veinte años el periodismo le demostró a la sociedad colombiana que el narcotráfico —el cartel de Cali— financió la campaña presidencial de Ernesto Samper. Mientas Samper presidía la secretaría general de UNASUR, viajaba muy majo por todo el continente y daba clases de moral en Universidades, los cocaleros de la periferia temían ser envenenados, arrestados o asesinados: la guerra contra la coca es, sobre todo, una guerra contra la gente.

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Juan Alejandro Echeverri

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