Juan José Díez Góez y Miguel Ángel Rojas Cortina

Juan José Díez Góez y Miguel Ángel Rojas Cortina

Tuesday, 10 March 2020 00:00

El Fénix que escribe para no olvidar

Tenía 17 años, estaba a punto de terminar el bachillerato, quería estudiar administración de empresas, trabajar con su papá y hacer crecer su almacén de repuestos automotrices. Juan Felipe Henao, o Pipe, como le decía y sigue diciendo su madre ocho años después, era un muchacho sano, no salía sin permiso ni llegaba tarde sin avisar. El 10 de noviembre de 2011 tenía que presentar una prueba de inglés para poder graduarse. Cristián, un amigo cercano, le pidió la noche anterior que lo acompañara a comprar una camiseta en el Palacio Nacional en el centro de la ciudad, también le dijo que si le sobraba plata le compraba una gorra de cinco mil. Pipe aceptó, pero impuso una condición: debían volver antes de la una para llegar a tiempo al colegio.

Cristián vivía a unas dos cuadras de Pipe, ambos en Belén Rincón, en el suroccidente de Medellín. Su casa quedaba en una esquina, más abajo de las escaleras donde se hacían los del combo que controlaba esa zona del barrio. En varias ocasiones había sido amenazado por bandas de otros sectores sólo por bajar a almorzar donde su abuela o por ir al gimnasio donde trabajaba. Que no lo querían volver a ver por allá, que si él vivía por allá qué tenía que hacer ahí. Cristian estaba contento porque, por esos días, el barrio estaba más tranquilo, llegó a pensar que las bandas habían hecho las paces. Pipe le dijo que no se confiara, porque uno nunca sabe.


Juan Felipe salió de la casa antes de las nueve. A eso de la una, Lucelly, la mamá, se empezó a preocupar porque no volvía para almorzar. Al rato recibió una llamada del colegio Antonio Ricaurte, era una profesora preguntando por qué Pipe no había ido a estudiar. Le contó que no sabía nada de él desde esa mañana y estaba muy preocupada. La profesora intentó calmarla: “tranquila, demás que se quedaron vitriniando allá en el centro”. Pero Lucelly sabía que él no era así.

A las cuatro de la tarde no aguanto más y le contó a su esposo. Él, apenas escuchó la noticia, salió del almacén en Barrio Triste, un sector marginal, a dar una vuelta por el centro a ver si lo encontraba. Alrededor de las seis la profesora volvió a llamar, Lucelly le dijo que ya estaba desesperada e iba a poner la denuncia. Cuando llamó al 123, le respondieron que debía esperar 72 horas. Aunque desde 2005 existe el Mecanismo de Búsqueda Urgente, que no exige tiempo mínimo para atender casos de desaparición, Lucelly poco sabía de esto y no recibió ninguna asesoría para exigir la activación del recurso. Empezó a buscar por su cuenta, con su esposo y la familia de Cristian. Fueron a clínicas, anfiteatros y estaciones de policía.

Lucelly pasó la noche en vela, rezando, llamando a la mamá de Cristian, asomándose al balcón cada que sentía un carro; esperaba que fuera él llegando en un taxi. Hacía frío para estar asomándose una y otra vez, la noche era muy oscura para agobiarse con la sombra del Cerro de las Tres Cruces frente al balcón. En la madrugada llegó la policía, preguntaron cómo se llamaban los muchachos, cómo eran físicamente y cómo estaban vestidos. Cuando amaneció, llamó a una conocida que tenía una papelería, le pidió el favor de que le imprimiera unos carteles para pegar en el barrio y el centro. Más o menos a las 10 llegaron su familia y los compañeros de colegio de Pipe, ellos le ayudaron a empapelar postes y paredes por todo el barrio.

Antes de salir para el centro otra vez, la llamó una cuñada cuyo esposo era un jubilado de la Fiscalía. Él había empezado a averiguar por su cuenta con sus antiguos colegas. Le contó que el día anterior habían bajado a dos muchachos de un bus en el mismo barrio, pero no se sabía si eran ellos. Convencidos de que eran Pipe y Cristián, se quedaron en el barrio buscando. Pidieron el apoyo de la Policía y respondieron que no los podían acompañar por la presencia de bandas criminales.

En medio de un aguacero, mientras buscaba a Pipe por todo Belén Rincón, empezó a recibir llamadas de gente que había visto los carteles y le sugería buscar en algunos sitios del barrio donde comúnmente tiraban los cadáveres. Fue a buscar a La Serranía, por La Portada, arriba de Rincón. Cada bolsa de basura que veía la cogía, la revisaba y la devolvía a su lugar. Palpaba la hierba esperando que le diera alguna pista. Sólo le pedía a Dios que su hijo apareciera, vivo o muerto, pero que apareciera.

Después del mediodía regresó a la casa, no aguantaba más. Fue a descansar para seguir buscando. A las tres de la tarde llegó un agente del CTI. Además de hacer las mismas preguntas que la policía sobre Pipe, preguntó cuál era su rutina, si se perdía mucho o salía sin permiso. Luz Mery, la mamá de Cristián, aprovechó y bajó a la casa de Lucelly para proporcionar la misma información sobre su hijo. Una hora más tarde, el agente recibió una llamada y les informó que en el Cerro de Las Tres Cruces habían encontrado un cuerpo cuya descripción coincidía con la de Cristián… Era él.

Aún no se sabía nada de Pipe. Lucelly pensó que a lo mejor se había volado, que de pronto estaba con vida y se había escondido quién sabe dónde; pensó que iba a volver. Al rato, el agente recibió otra llamada, le informaron que habían encontrado otro cadáver a siete metros de distancia, al borde de un barranco. La hipótesis de la Fiscalía fue que los victimarios le dijeron que se volara y, mientras corría, le dispararon por la espalda. Después de un tiempo, varias personas que presenciaron la escena le comentaron que cuando los dos muchachos iban en el bus, se subieron dos tipos a bajar a Cristián. Pipe intentó defenderlo, y se lo llevaron también.
Lucelly duró casi dos meses postrada en la cama. Ni siquiera abría las ventanas, no quería enterarse de nada, ni ver todos los días el cerro donde habían matado a su hijo; le tenía bronca a la montaña. Tampoco quería toparse con la vista del colegio desde la ventana. Llegó a pasar 10 días sin comer y sin dormir. Empezó a sufrir depresión, y a tener una crisis de ansiedad y pánico. No hablaba casi, su esposo dice que parecía sonámbula. Ella sentía que su mente estaba en otro lugar.

Su esposo y su hija elaboraron un duelo silencioso, no concebían hablar del tema y Lucelly no tenía con quien expresar lo que sentía. A raíz de eso, comenzó a plasmar en un diario algunos momentos que vivió con su hijo y los sentimientos que no podía exteriorizar de otra forma. Comenzó a escribir prosa y, casi sin darse cuenta, poesía. “Cuando yo esté viejita, que tenga alzheimer, léame todo lo que tengo ahí escrito porque no quiero olvidarlo nunca”, le pedía a su hija Jessica.

En 2013, al terminar una terapia de duelo, una profesora de la UPB la invitó a la Fundación Parque de los Sueños Justos. Allí inició un proceso que duró casi dos años con otras madres de hijos desaparecidos. Hacían manualidades, tejían diferentes objetos y llegaron a elaborar, como método de memoria y sanación, muñecos de trapo con la figura de sus hijos. Lucelly hizo a Pipe de graduación, con la toga y el birrete. Durante este proceso empezó a sentir que podía ayudar a otras personas, “es lo que Pipe hubiera querido”, se dijo a sí misma. Se dio cuenta, además, que había sido afortunada en comparación a otras madres que nunca encontraron a sus hijos.

En los dos años siguientes hizo un diplomado en la Universidad de San Buenaventura. Se reunían cada quince días, eran más o menos ochenta personas. El primer año fue un proceso vivencial, el propósito era, desde su experiencia como víctimas, aprender a implementar mecanismos para ayudar al otro en su duelo. El segundo año fue de prácticas, Lucelly las realizó con señoras víctimas del conflicto urbano en Belén Rincón. Se identificaban con ella porque había sufrido el mismo dolor y veían en ella un ejemplo de superación. En este diplomado, Lucelly conoció a Mary Luz López, quien más adelante la invitó a formar parte del grupo Ave Fénix.

Producto de un taller de escritura que realizó el Museo Casa de la Memoria de Medellín, un grupo de víctimas creó el proyecto Ave Fénix. Con el apoyo del gobierno de Canadá escribieron su primer libro, El refugio del Fénix, publicado en 2016. Mary Luz y Lina, dos de las fundadoras del grupo, ampliaron el grupo con la premisa de usar la escritura como catarsis. Juntas presentaron un proyecto al Centro Nacional de Memoria Histórica, y ganaron una beca. De ahí salió otro libro: El vuelo del Fénix, que se publicó en 2017 y del que también hizo parte Lucelly.

Finalizado el proyecto, las mujeres le preguntaban a Mary Luz qué iba a pasar con ellas. Mary luz es una líder de procesos con víctimas; fue víctima de violencia sexual y de la desaparición de su pareja sentimental. Se formó en atención y ayuda psicosocial, y luego lideró procesos de asociaciones de víctimas y trabajos con niños. Frente a la pregunta de sus compañeras de Ave Fénix, Mary Luz encontró una solución: la profesora Ofarley, de la Universidad de Antioquia, se contactó con ella para invitarla a una investigación sobre el impacto de la escritura en víctimas del conflicto. Mary Luz aceptó con una condición: incluir a sus compañeras en la investigación y los talleres. De ahí nació el grupo Leer Contar y Escribir con Vos, del que Lucelly hace parte igual que otras compañeras de Ave Fénix.
Los martes, cada quince días, se reúnen en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, casi siempre con la tarea de escribir algo para compartir en el encuentro. Lucelly no ve la hora de que sea martes para encontrarse con el grupo. Para ella es como una terapia, “uno escribiendo va sacando el dolor, el resentimiento, la lágrima, hace memoria de esa persona que no está. Porque todo lo que no se nombra se olvida. Si no lo nombro a él y lo que pasó con él, es como si no hubiera existido”, dice.

En uno de los encuentros, Lucelly habló de su resentimiento con el cerro donde mataron a Pipe —porque en estos espacios, además de compartir lo que escriben, buscan apoyarse en las dificultades que vayan surgiendo—, de la rabia con que lo miraba y del rencor que le tenía. Mary Luz le propuso que escribiera un poema sobre eso y, solo de esa forma, Lucelly perdonó y le pidió perdón a la montaña; pudo salir al balcón de nuevo y ver el horizonte sin sentir la zozobra de la noche en que su hijo estuvo desaparecido:

“(...)El camino escarpado, se observa polvoriento,
como si ardiera.
Envidia siento de la montaña por abrazar y acunar
tu cuerpo inerte cegado por las balas
de aquel malvado ser.
Mi corazón triste y adolorido no aceptaba
que su hermoso príncipe yaciera en aquel lugar.
Aquella que te conocía desde niño,
en sus prados te vio juguetear, elevar cometas, saltar, correr.
Esa, a la que fotografiaste en un atardecer
fue testigo de tu vuelo, a lo más hermoso e
infinito de esa inmensidad de amor y plenitud. (...)”
Lucelly Durango, La Montaña

Wednesday, 13 November 2019 00:00

Un espejo para ciegos

La casa sin sosiego es una antología de poemas que, sin necesidad de mencionar actores armados y escenas explícitas del conflicto colombiano, logra desentrañar el significado del dolor, de la experiencia de quienes vivieron el conflicto en carne viva y de muchos otros que lo sufrieron de lejos. Para Juan Manuel Roca, poeta y compilador de la antología, “el poeta es un traductor de sí mismo, y cuando logra traducirse a sí mismo, a lo mejor también logra traducir a los demás”.

Este poeta tiene una trayectoria apreciable: fue director y coordinador del Magazín Dominical de El Espectador y ha escrito más de 20 libros de poesía en los que ha logrado una representación lírica de la realidad. Representación que ha consumado desde múltiples estructuras poéticas y diferentes perspectivas de la vida misma. En una de las aristas de su obra se encuentra la búsqueda por una reflexión crítica frente a la violencia y el conflicto armado colombiano, reflejada en libros como País secreto o Temporada de estatuas, entre otros.

En el ensayo introductorio de La casa sin sosiego, titulado La poesía colombiana frente al letargo, Juan Manuel desarrolla una reflexión sobre la forma en que se ha materializado la expresión poética de la violencia en Colombia desde la época de la Independencia. De la misma forma, en la antología podemos encontrar poemas que representan desde las guerras civiles de finales del siglo XIX, pasando por la violencia bipartidista, hasta el conflicto guerrillero, paramilitar y urbano de la última mitad del siglo XX y de lo que va del siglo XXI. A partir de este libro se planteó la conversación que tuvimos con Juan Manuel Roca.

Periferia: Aunque los versos sobre la violencia representen hechos atroces, no dejan de ser bellos o de tener un carácter estético. ¿Por qué la violencia engendra belleza y cuáles son los peligros de una poesía que embellece la violencia?
Juan Manuel Roca: La poesía está sucia de realidad, pero no es realista. No le interesa el inventario de cadáveres que hace la sociología, el historicismo o el cine, le importa ese carácter lírico que necesariamente está sucio de la realidad que nos ha tocado vivir, que es una realidad profundamente violenta.

Yo creo que si se logra ese carácter elusivo, del no decir diciendo, se logra una eficacia mayor que en lo otro que roza el panfleto, y a veces la exaltación o el elogio de la violencia. La narrativa de la Violencia –bipartidista– ha estado muy estudiada, hay muchos libros seculares sobre el tema de la Violencia: cuentistas, narradores. Generalmente tienen un toque realista que, de alguna manera, a mí particularmente me incomoda. Me incomoda porque para eso está la sociología, a la que también escamotea con un lenguaje tecnicista.

P: En el ensayo explicas, como metáfora, que vivimos en una comunidad de ciegos que no pueden ver el reflejo de su culpa ante el espejo. ¿La poesía podría ser ese espejo que refleja la culpa de una sociedad que permitió el conflicto?
JMR: Yo creo que, en el sentido en que es una forma de pensar, un intento de entendimiento, la poesía inevitablemente se pregunta por las circunstancias sociales, políticas, creando un registro distinto al que hacen las ciencias sociales. Hay poetas de un lirismo exacerbado, que no tocan para nada la realidad, ¿en el fondo cómo les parecerá de repugnante que no la quieren ni tocar? O sea que hasta en el fondo hay una actitud por la negación.

La frase de Cocteau me parece muy bella: “los espejos harían bien en reflexionar antes de devolver las imágenes”. Lo mismo ocurre con la poesía, debe reflexionar muy bien antes de reproducir como un espejo la realidad.

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Antes, las artes realizaban apologías a las guerras; es de resaltar la Iliada, la Odisea y la Eneida. Esta alabanza bélica fue predominante durante la Edad Media y comenzó a deteriorarse con la llegada de la Ilustración y pensadores como Voltaire, Montaigne y Kant que reprochaban las confrontaciones militares. En adelante, con la pululación de relatos de las guerras mundiales, en especial con los testimonios de las víctimas del Holocausto, las artes saltaron al reproche total de las guerras.

En Colombia, en la época de la Independencia, fuera de los escritos a favor y en contra de la separación de España, se encuentran versos claramente incendiarios escritos en contra de Bolívar, que sugerían descuartizarlo para lograr la paz, como es el caso de Luis Vargas Tejada en una de sus improvisaciones ante las juntas previas a la Conspiración Septembrina. Por otro lado, tenemos el caso de las Sixtinas escritas por indígenas paeces en las que se exalta la figura del libertador y se registra la violencia española.
Sobre la Guerra de los Mil Días, todavía con un estilo muy testimonial, Aurelio Arturo escribió la Balada de la Guerra Civil. En el poema describe el desfile de campesinos que se enlistan en las filas de uno de los bandos, y la soledad de las mujeres que se quedan en las aldeas mientras los hombres luchan en los campos. La violencia no se retrató con tanto énfasis hasta la siguiente gran confrontación bélica a mitad del siglo XX.

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P: En cuanto a la Violencia bipartidista, ¿cómo dio cuenta la poesía de este periodo?
JMR: Digamos que el expediente de ese inventario de cadáveres, lo que se decía de las novelas de la Violencia partidista, es un expediente que me resulta pobre. Por otro lado, Espuma y nada más es un cuento de Hernando Téllez que es un ejemplo de excelentísima literatura. Hay una pulsión en ese libro, porque es una violencia que ya pasó, o de una que va a pasar, no de una que está pasando.

Entonces, lo que yo creo es que la poesía sí acude a eso, inclusive poetas que nunca tuvieron una participación política, más bien evasivos de esa concepción de la poesía como un arma política, como Fernando Charry Lara, un poeta de la generación de los Cuadernícolas y el mito que escribió el poema Llanura de Tuluá. En él logra una cosa tremenda, y es que en ese espacio pequeño de la vida y la muerte alguien maneja una especie de 'necrómetro', y les cuenta las horas a las personas para ser asesinadas, que es más terrorífico que decir que los liberales mataron a los conservadores o que los conservadores mataron a los liberales.

P: Luego, en la década del 60, durante el crecimiento de las guerrillas de izquierda, así como la efervescencia política por la Guerra Fría, ¿qué desarrollo tuvo la poesía?
JMR: El registro dominante en los años 60, cuando mi generación creía, o creíamos, en una vía por la lucha armada, era a favor de esta. Recién producida la Revolución Cubana había un espíritu transgresor a partir de la lucha armada, sin embargo, es una poesía que no corresponde, en general es muy pobre, porque una verdad mal dicha se vuelve mentira.

Yo puedo leer a Benedetti, que me parece uno de los peores poetas de la humanidad y sus alrededores, y estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dice, pero no como lo dice. Y ahí sí, en el qué decir, el cómo hacerlo puede influir mucho. Es que yo creo que en general esas verdades, además de ser compartibles, pueden tener un rango estético que haga que eso se pueda llamar poesía, se pueda llamar arte.

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Pasando de época, entramos en Colombia al conflicto armado interno que, con intentos de clausura como el reciente Proceso de Paz con las FARC, aún no termina. Este enfrentamiento ha mutado, añadiendo actores como los paramilitares y al narcotráfico como financiador.

Su recrudecimiento, así como la concentración de su violencia en la población civil, dio paso a que las víctimas llegarán a la poesía, para denunciar y exorcizar su dolor. De esta violencia emergen libros de poesía como El Canto de las moscas, de María Mercedes Carranza, donde la poeta se refiere a 24 masacres con versos cortos, y El vuelo del fénix, del grupo de mujeres víctimas del conflicto Ave Fénix, donde usan la escritura como catarsis.

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P: Con la degradación del conflicto armado, ¿cómo ha mutado la poesía con él?
JMR: Yo creo que hay muchos matices de la confrontación de poema con la realidad, y en el grado que tenemos todos los colombianos de disfuncionalidad con la realidad. Porque como dice Nabokov, siempre que se use la palabra realidad debe ir entre comillas, de qué realidades estamos hablando en un país donde la realidad es tan surreal.

Entonces, yo creo que se han adoptado nuevos registros, que no son puramente de denuncia, sino que hay otro grado de sutileza en muchos de los poemas. Donde, además, aparecen todas las violencias: la violencia sicarial, la violencia partidista, la violencia estatal, que es la peor, la guerrillera... Todas esas violencias aparecen en ese registro, y es lo que hace que la poesía colombiana no sea esa coral cantando la misma tonada, hay mucha diversidad de registro.

P: A raíz de esta violencia, muchas víctimas empezaron a denunciarla y hacer catarsis, ¿existe alguna licencia de quienes sufrieron para escribir sobre su dolor?
JMR: Yo creo que tanto un poeta como una víctima. Por la frase de Rimbaud de “Yo es otro”, a mí me pasan cosas como al otro y a los demás. Los que pertenecemos a un conglomerado social no nos movemos en un mundo abstracto. Muchas veces cuando yo estoy hablando de la violencia, sin que la haya sufrido directamente, logro expresar lo que otras víctimas no y viceversa. No es un problema de que haya autorización o patente de corso para escribir sobre la violencia, el que lo siente y lo necesite que lo haga. Pero la verdad nosotros sabemos mucho más por Homero y otros autores de las guerras que por los que las padecieron, siendo víctimas o victimarios.

Esa es la belleza de este asunto, porque el poeta es un traductor de sí mismo, y cuando logra traducirse a lo mejor logra traducir a los demás. La poesía meramente autorreferencial, a partir de sentimientos y de vivencias, realmente ha sido una poesía muy efímera.

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La violencia urbana en Colombia llegó a su punto más sanguinario con los carteles de narcotráfico y la presencia de actores guerrilleros o paramilitares en la ciudad. En el poema Los que tienen por oficio lavar las calles, de José Manuel Arango, se expresa lo simple y terrorífico que puede ser tal actividad cuando lo que se limpia de las calles son regueros de sangre.

Frente a una violencia sin fin se ha generado una poesía de emergencia, que llega a partir del mandato individual o colectivo con que el poeta se siente obligado a expresar las atrocidades que ocurren ante sus ojos y le indignan.

En muchos de estos casos no media el reposo o una reflexión constructiva al respecto. El ánimo de denuncia desde la poesía en medio de situaciones de conflicto, cuando se elabora sin una meditación adecuada, termina por opacar el carácter estético y poético de una obra.

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P: ¿Cómo lograr una obra espontánea que aborde temas como el conflicto armado sin caer en una mercantilización de este?
JMR: Eso tiene un problema, hay una cosa que dice Kafka en Carta al padre, si lo recuerdo más o menos sin tergiversarlo es: “un leopardo aparece en un templo y eso es un milagro, pero si eso se empieza a controlar deja de ser milagro para ser rito, ritual”. Lo mismo pasa con la producción artística, estética. Es tan maravillosa y milagrosa la aparición de una obra de arte que es como un leopardo que aparece en el templo, pero eso se puede controlar, y al controlarlo se puede volver pragmático, utilitarista, de hecho, pasa con muchos artistas plásticos, pasa con la novela, pasa con el cine. La exhibición de la llaga también da dinero.

Los carriles por los que se mueve la poesía son otros. Hay quien se vive quejando de que no se lee, siempre ha sido así. Una vez me decía un muchacho: “yo voy a ser poeta, ¿qué me aconseja?”, “lo primero es que elija el desierto en que va a predicar, porque si está esperando el aplauso, dedíquese a otra cosa”.

P: Para finalizar, ¿cómo se puede producir una obra reflexiva sobre la violencia, si no hay un descanso de ella?
JMR: Eso es una cosa muy compleja. Hay un cuento de João Guimarães Rosa que se llama La tercera orilla del río. Los ríos no tienen sino dos orillas, lo mismo pasa con esto, existe la orilla de la creación y la orilla de la realidad inmediata. Hay que crear otra orilla. Qué hacer con una realidad tan cruda, tan burda, tan terrible, en un país donde la guerra viene después de la posguerra, aquí no ha habido tregua. No es fácil, pero yo creo que hay que intentar por lo menos, de la manera más honesta posible, aunque la honestidad no es una categoría estética, conjugar esos dos climas, el de la creación y el de nuestra infame, barata, sórdida realidad.

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