Edición 147 - Marzo 2019

La pugna por la memoria

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Recuerdo la forma del avión fantasma en el cielo y las ráfagas desde tierra; recuerdo la salida en fila de los policías que quedaban en la estación sostenida por dos paredes rellenas de impactos de bala y metralla; recuerdo Toribío, Mitú, Bojayá. Lo curioso es que nunca he estado allí. Nací en Medellín y la mayor parte de mi vida la viví lejos de las tomas guerrilleras, retenes y masacres, sin embargo, imaginaba la guerra.

Mentiría si afirmo que el conflicto ha sido un interés temprano, de hecho la biología, el periodismo y la religión aparecían como los intereses primarios sobre un quehacer futuro, no obstante, las rampas, los tatucos, las minas quiebrapatas, los fusiles, y toda la parafernalia de la guerra habitaba en mi memoria aunque nunca la hubiese tocado. Monojojoy, Alfonso Cano, Jacobo Arenas, eran nombres conocidos incluso cuando no sabía muy bien qué hacían o cuál era su profesión. Los conocía porque su nombre se repetía como cantinela.

Todo acontecimiento cobra sentido solo a la luz de otros más. El encuentro con el conflicto armado fue una historia fortuita, una bagatela trascendente, en el que la cercanía de un amigo a unos amigos que necesitaban rotular un expediente, puso entre mis manos la tediosa tarea de señalar el contenido de cinco cuadernos página a página; la tediosa tarea de hacerse consciente página a página.

La idea de poner etiquetas no se veía nada amena, pero en la universidad uno siempre quiere tener algo de más que exceda lo de las copias y los pasajes, por si sale un buen plan. Eran más de 10 años de actuaciones judiciales y remisiones de despacho a despacho; el expediente saltaba de una fiscalía a otra y cada salto tenía como constancia un oficio. Entre testimonios y remisiones a otros expedientes era un laberinto de papeles que contaba la historia de una masacre.

Debía anotar bien los nombres, porque había hermanos (el uno apareció en “la Ye” con un disparo en la cabeza, el otro estaba amarrado a un árbol en la entrada de la vereda), el color de los carros, la marca de los vehículos en los que los vieron por última vez, misma marca, distinta placa, mismo recorrido (debo anotar mejor, abrir un cuadro de vehículos), un dispositivo de dos soldados cada 200 y algo metros, mismo recorrido. Comencé a separar las hojas, a hacer cuadros, tenía viñetas y una orgia de memos que se apilaban a los lados de la mesa, ¿por qué no recordaba? Eran demasiados muertos y no estaban en mi memoria, nunca vi una noticia, siquiera una nota de ellos.

Fue toda una vereda, lugares vacíos por los que había pasado. Por allí los victimarios y yo hicimos el mismo recorrido, más de una vez crucé el río en el que arrojaban los cuerpos eviscerados; más de una vez vi la orilla de piedras con las que rellenaban los cuerpos para que no flotaran; conocía el río y aun así parecía, ahora, un cementerio desconocido. La memoria volvió a esculpir dolorosamente el mismo recorrido lleno de curvas y puentes, de montañas inclinadas, de desvíos, caminos de riel y herradura.

Pocas cosas cuestionan con tanta fuerza nuestra vida consciente como el contraste entre lo que recordamos y lo que no recordamos, dependemos en gran medida de nuestras vivencias para que la memoria, condición estructurante del conocimiento, nos pueda orientar en el mundo. Para recordar, dependemos en gran medida de la reproducción de los acontecimientos, máxime cuando no los hemos vivido de forma inmediata.

Por eso, cuando la política de seguridad y defensa del Plan Nacional de Desarrollo plantea que “El Ministerio de Defensa nacional desarrollará un programa que vele por que los procesos de construcción de memoria histórica y verdad incorporen también la perspectiva de las fuerzas militares y de la Policía nacional”, me asalta la duda entonces sobre la perspectiva de quien habita en mi recuerdo.

A quién pertenecen entonces las narraciones públicas, ¿cómo es que recuerdo Toribío?, ¿de quién es el relato de Mitú?, ¿quién exhibía el cuerpo de Iván Ríos con un disparo en la frente?, ¿de dónde recuerdo la exhibición impúdica de la atrocidad como trofeo de guerra, como la verdad obscena de quienes reclaman haber ganado la guerra?, ¿de quién es esta perspectiva? Mientras las historias de las madres de Soacha las encontramos por nuestras vivencias, sus relatos circulan como si se tratara de Juglares; entre la informalidad y la fantasía su historia no es parte de la memoria colectiva; la memoria de sus hijos es un relato de sufrimiento individual y no de vergüenza colectiva.

El nombramiento de Darío Acevedo para dirigir el Centro Nacional de Memoria Histórica, no es, a la luz de estas cuestiones, producto de un descalabro sistemático debido a la falta de talento para reconstruir la verdad entre las huestes de Gobierno; es parte de la oficialización de la memoria, de la apropiación del relato, es la prolongación de la guerra al hipocampo de los ciudadanos para recrear la infantil narración de un conflicto entre héroes y villanos, o lo que sería la negación del mismo: civilidad contra barbarie.

El relato pueril del conflicto es condición para su reproducción, dotar de justificación la atrocidad solo consigue repetirle. La disputa por la memoria es un ejercicio cultural que tiene en el centro un proyecto de nación. Levis Strauss en su obra El pensamiento salvaje, relata cómo algunas comunidades creían que solo dos criaturas tenían alma, los seres humanos y los loros. La palabra es desde esta mirada la constancia del alma. Si decimos entonces que la disputa es por el alma, al menos desde esta perspectiva, no estaremos exagerando. Toda noción estética expresa la comunión con un orden, la apuesta de la memoria es también una apuesta estética que denuncia los órdenes imperantes que parieron la atrocidad, por eso no podría ni debería ser un lugar de alivio para el pasado que anida en nuestro presente.

Es preciso recordar como mandato, narrar como imperativo, hacer tangible la memoria como estrategia. La pugna por la memoria es la disputa por el espíritu de un pueblo. Más que una garantía de no repetición es la condición fundamental para la misma. Pretender un relato de nación que sepulta la verdad, tarde o temprano terminará por sepultar a quienes la buscan. Recordar en tiempos de negación es un profundo acto de rebeldía, es la reivindicación de sí mismo en lo colectivo, es hacerse dueño de sus propias velas, como diría William E. Henley, es hacernos amos de nuestro destino, capitanes de nuestras almas

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