Por María Camila Carmona y Carolina Villalba
Foto: Fredy Henao
Bello Oriente “la montaña que siente” –como la nombran algunos de sus habitantes– es un barrio de Medellín ubicado en las periferias de la comuna 3. Ahí, entre montañas, está ubicada la Casa Blanca del Amor y la Cultura, un lugar de encuentro que nos ha acogido, aún en tiempos de “distanciamiento social”, tiempos en los que volver a esta comunidad se hace urgente porque está de por medio el hambre.
La Casa Blanca nos ha conectado con el territorio, nos ha permitido jugar, crear, cocinar y compartir con algunas personas del barrio, de quienes hemos podido aprender y reafirmar el valor del arte y la cultura en la construcción del tejido social. Adentrándonos a sentir un espacio en todos sus matices, a través de la conversación y el caminar en colectivo de la mano de la comunidad. La cual nos ha enseñado que el trabajo se hace juntos, coexistiendo en un mismo lugar donde se vale y se teje a través de la diversidad.
Este escenario que nos ha atravesado en diferentes situaciones de la vida, constantemente aparece como un espacio para retornar y reconstruir lo que significa resistir en colectivo. En el momento que se llega a la montaña, uno se instala en un lugar con otra noción de espacio y tiempo; el aire más fresco, alguien que te espera en la parada del tubo, a la hora del almuerzo cogemos algunas verduras de la huerta o al atardecer se comparte un té de yerbabuena que viene del jardín. Algunas situaciones que están impregnadas en la cotidianidad del barrio, donde se siente los esfuerzos en conjunto y que se traducen en una alianza de sus habitantes para sobrevivir en este lugar que se llama, su casa.
En vista de estas experiencias que se dan frente a la apropiación del territorio, una de las iniciativas son las huertas comunitarias que se gestan como proyecto social, de soberanía alimentaria y de intercambio comercial entre habitantes. Durante este tiempo de confinamiento, han incrementado las actividades vinculadas a la huerta, a través de las mingas. El propósito no es sólo consumir los alimentos, también encontrar una forma de subsistencia en medio de la actual situación de extrañeza e incertidumbre.
Foto Santiago Loaiza
Como no mencionar el convite, donde se pone la olla con papa, cebolla, un poco de cilantro, espinaca, unos cuantos ajíes y una deliciosa ensalada de lechuga. Una mezcla de sabores y colores que traen olor a tierra, al suelo de la montaña, donde también se honra y se celebra la vida a través de las semillas. En el lugar de imágenes dicotómicas, donde se dibuja un suelo fértil, pero al mirar a lo alto, uno se encuentra con un cableado de energía artesanal. El barrio que se retrata y nos habla a través de estas metáforas y nos demuestra que el lugar que pareciera lejano de la ciudad, es parte de ella, está inmerso en ella. La montaña que siente, es como un tótem que representa la esperanza y la dignidad, como principios de lucha que toman siempre diferentes formas, acciones y rostros que permiten describir este territorio.
Otro lugar más, envuelto por la mística de las palabras, donde se oye desde la Voz de Colombia hasta un reggaeton, es en la tienda de doña Ruth lugar en el que “siempre resulta uno sentándose a conversar”. O también a comer un arroz con leche, cocinado en leña. En el que las brasas del centro de ese fuego, están puestas por la comunidad, juntándose y haciéndole frente a la difícil situación económica. Nos permite entonces reconocer esta acción como una forma más, de las miles, en el que las rupturas generadas por la crisis, los ha llevado a aprender y propiciar un camino organizativo en colectividad.
Las montañas siempre han albergado esa poética al verlas y al estar en ellas. Son un legado ancestral que nos habla de milenios y de caminos andados. La montaña nos susurra de la abundancia del alimento, pero también nos lleva al lugar del recuerdo. En especial, esta montaña que tiene una sinfonía de saberes en cada uno de sus habitantes, ha sido una escuela hecha por el pueblo, que ha promovido procesos que se oponen al hambre. Nos ha enseñado que somos naturaleza y parte de entender ello, es que a través de la tierra encontramos la autonomía, la libertad y el poder de sabernos comunidad alrededor de un sancocho, un arroz con leche o una aguapanela con cidrón. “Nos dicen los maestros de la Escuela Zapatista, que con maíz, aunque sin dinero hay vida, pero sin maíz, aunque haya dinero no hay vida”. Un saber construido desde el sur que hace eco hasta Bello Oriente, recordándonos que cuando nos juntamos a través de la comida, hacemos de estos escenarios, pequeños universos de pensamiento, acción y lucha.