Edición 157 - Febrero 2020

Helí Ramirez, la Palabra animal

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Cuando se mira a Medellín desde la distancia de la noche, nos enfrentamos a una panorámica continua, luminosa e incierta. Y ante el vacío que materializa la oscuridad y la montaña, se vislumbra la belleza que estalla en la pupila, a veces desde la vastedad del pequeño valle, otras desde el engaño. Sin embargo, la ciudad en sus entrañas no podrá nunca parecerse a ese reflejo idílico que nos circunda, pues en esta depresión agreste la violencia se acumula como las moscas alrededor de las lámparas artificiales.

Helí Ramírez aparece en el valle con la memoria ya bien herida de una violencia que se perpetuó en todo el país y que, como a tantos otros, le arrebató una parte de su familia y la alegría de su niñez. Cuando llega a la ciudad en manos de su madre, a quien dedica varios de sus textos, se instalan en Belén Rincón, un barrio al suroccidente donde el contraste entre los señores que frecuentan los exclusivos clubes de la ciudad y las casas arrinconadas de los trabajadores corta el paisaje en dos: una grieta inmaterial que atraviesa la ladera. En este espacio, la urbe que se construye como un fractal que repite las desigualdades más evidentes. La fuerza y las supervivencias de sus habitantes es donde el lenguaje del poeta empieza a lanzarse como flechas certeras al corazón de la realidad. Una poesía provocada por el desespero de una vivencia marginal y por la conciencia de transformación del propio espíritu.

La juventud Helí la construyó en el barrio Castilla, en el que, ladrillo a ladrillo, costura tras costura, su madre construyó una casa que con el pasar del tiempo se convertiría en uno de los territorios más particulares de la ciudad. Se paseaba entonces como un bachiller ávido de lectura, en silencio, gastando su energía en el fútbol, dilatando el pensamiento en la poesía, la política y la búsqueda de un mundo libre, coleccionando en papeles sueltos los instantes que el barrio dejaba leer. Este lugar legendario de la ciudad en la base de la ladera noroccidental, al que muchos temen llegar, se configuró con los años en un epicentro en el que la cultura se paró en resistencia frente a las violencias más álgidas, sentando un precedente en los movimientos cívicos y artísticos de la ciudad que continúa su legado. Acertada fue la expresión con la que el poeta describió aquellas calles: la República independiente de Castilla y las Comunas. Es la fundación de un pensamiento sobre la ciudad que dio a conocer en libros como En la parte alta abajo, en el cual el corazón de Medellín palpita desde las periferias.

Una generación de escritores e intelectuales de la ciudad, aquella que recogió los restos de las palabras que los Nadaistas dejaron regadas cuando abandonaron la realidad, recibió los versos de Helí Ramirez. Abriéndose camino mediante una ardua autoformación, la editorial Universidad de Antioquia publica su primer libro en 1975. Apoyado por figuras como el poeta Carlos Castro Saavedra, el profesor y poeta Elkin Restrepo, y el médico y defensor de derechos humanos Hector Abad Gómez, Helí comenzó a trazar un curso que le llevaría a publicar varios títulos y a llevar la vida de la mano de su poesía, convirtiéndose en uno de los forjadores de nuestro pensamiento como ciudad en su momento más germinal.

Medellín creció rápidamente, la apacible villa al lado del río Aburrá se convirtió en un rumor de la memoria que dio paso a los artificiales ritmos de la industrialización, la guerra y el narcotráfico. Creció con contradicciones, de manera mutante y enérgica fue sacando los ladrillos de su propia entraña y cubrió la espesura de las montañas. Pareciera que el poeta, en su silencio, observara ese río de terquedad y dolor que fluye por las calles sin salida de una generación sin futuro: de ahí el vino de su palabra. La escritura entonces se toma como el acto de negarse a la desesperanza de ver la vida pasar sin más, un acto de resistencia en el que se vuelve a la actividad primitiva de observar el mundo y tratar de entenderlo, una búsqueda hacia el interior de las emociones que golpean el asfalto.

El poeta olfatea en los callejones de la ladera como quien se pierde en sus pensamientos, callejones en los que los ladridos de la barriada, sus quejidos de alegría y dolor, configuran un nuevo lenguaje. Lo crudo de la palabra cotidiana del joven que continuamente camina por la encrucijada entre la vida y la muerte, el vigor de esa lucha constante, va creando sin más la cadencia de una poesía continua que habla la lengua de todos, del que en las madrugadas emprende el camino hacia el centro del valle para jugársela por el sustento, del que en la esquina espera sin emoción que el destino lo atrape, del que se niega a la resignación del egoísmo en la ciudad. Todas estas voces aúllan como una sola frente a las luces parpadeantes de la ciudad de Helí. La vida es así ¿qué otro adorno necesita? Si sobrevivimos entre las piedras como la maleza ya poseeremos lo sublime del mundo.

El poeta enseña aunque su carne ya sea ausencia. Y aunque su obra ameritaba grandes reconocimientos, eran rechazados categóricamente por él. En uno de los grandes eventos culturales a los que decidió asistir, compartiendo escena con reconocidos artistas de la ciudad, conmocionó la mente de más de un asistente con su acertada y única intervención: a mí me da pena estar aquí escuchando hablar de literatura, de arte, mientras aquí, a ocho, diez cuadras, hay familias que se acostaron sin comer, lo pronunció, como un juzgamiento necesario a una cultura que ahora observa el barrio desde su esplendor, de lo bonito de sus jardines, lo rico de sus empanadas y lo colorido del frente de las casas, y se olvida sistemáticamente de la violenta desigualdad a la que resisten sus habitantes con cada paso del sol.

Esas fueron las últimas palabras que muchos escuchamos de él, pues poco tiempo después la ciudad de las luces, de las risas maliciosas y de la brega eterna, se cerró ante sus ojos, dejando un legado que se perpetúa en montones de poetas, artistas y pensantes que hoy encuentran en el barrio la sensibilidad de la vida.

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