Edición 120 Agosto - Septiembre 2016

Memoria, verdad y reconciliación

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Cuando la violencia ha marcado las historias de las mujeres, hacer una semblanza de ellas no es nada fácil. Tienen un acervo acumulado, lleno de valentía, pero también lleno de amargura, porque destinaron su vida a ser guerreras y a compartir su vida con los valores que aprendieron. Me refiero en este caso a campesinas que fueron desplazadas de varios de los municipios de Antioquia: Andes, Remedios, Yarumal, Sonsón, Marinilla, Granada. Cada una de ellas se va a apersonando de la necesidad de hablar porque son mujeres organizadas y que luchan por sus derechos.

Una de estas mujeres es Doña Emilce, de contextura delgada y bien arreglada. Ella me cuenta sobre la muerte de su hijo y que todavía habla con él, “no sé por qué doña misiá, no sé qué me pasa, pero converso todos los días; lo saludo cuando salgo a solear a la perrita que era suya y a recoger la leña; parece que fue una muerte muy dulce, porque quedó sonriendo cuando lo enterramos, le dieron tres tiros fulminantes en la cabeza, pero no se sabe por qué”.

La señora Leticia, llena de lágrimas en los ojos me mira desconsolada y dice: “Es muy dura la vida sin los seres queridos que uno quería. Mi marido se murió hace años y tuve que levantar a cinco hijos, con aguapanelita, arroz y poca carne, o a veces alguito más. Luego lo más fuerte fue la muerte de mis dos hijos Alfredo y Joaquín; primero uno y al otro año el otro. Ellos salían a trabajar allá en la montaña, caminaban una hora para llegar. Un día llegó Joaquín desconsolado y que no pudo hacer nada, porque cinco hombres armados se llevaron a Alfredo. Nunca más supimos qué pasó”.

Leticia acongojada continúa: “Joaquín salía con cierto miedo pero no me lo decía. Un día no regresó, lloraba y lloraba y salía a esperarlo, con la esperanza puesta en la misericordia de Dios. Por ahí me dijeron muchas cosas, pero yo nunca creí; un día se me asomó alguien a la ventana y era el mismo Joaquín vestido con un uniforme camuflado. Me dijo que tenía una misión, que debía llevar medicinas y subir al día siguiente, pero que nadie podía saber. Al fin y al cabo lo estaba viendo y pudiéndolo abrazar, entonces le ayudé; salí al parque, le compré su encargo, le di la bendición y le encargué que cada que pudiera venir lo esperaría. Pero esto fue hace 20 años y nunca más supe para dónde se fue”.

Escucho también a Doña Mariela, está con su ruanita siempre al lado. Le digo que su semblante se ve sonriente y animado. Me contesta: “Pero cuando hablo de mi esposo ahí ya no tengo calma ni tranquilidad. Una mañana cuando salía con su taleguito con el desayuno, se lo llevaron en un carro muy elegante de esos carros de ricos de por ahí, y yo les dije a ruego que no se lo llevaran que era un hombre bueno. Ahí mi vida se nubló, como si se me congelara el corazón. Supe a los años que habían cuerpos que tiraban, y que eran de los desaparecidos. Eso era en Sonsón. Me dio por ir a buscarlo, hice una fila larga. Cada costal tenía un nombre, y fue fatal cuando me asomé a uno maloliente, no me atrevía a mirar. Este decía Manuel, pero pensé que hay muchos Manueles, y cuando alcanzo a ver su apellido era el de mi mismísimo esposo ¡Marulanda Restrepo!”.

También encuentro a Carlina, otra señora que para hablar de sus problemas se traga la lengua, como dice ella misma. “Sufro mucho. Mi hijo menor era muy desjuiciado, fumaba cosas malas y yo lo sostenía, pero para que estudiara, porque el que era su papá se fue con otra mujer y no le daba estudio”. Dice Carlina que le interesaba ver a su hijo bien y empezó a luchar para verlo mejor; iba a la iglesia a rezar mientras él seguía con malas compañías. “Resulta que sus amigos eran unos vecinos de hace mucho tiempo, pero no pude hacer nada. Salieron matándolo por vicioso y supe que fueron esos mismos muchachos; yo tuve que salirme de la casa y me desplacé por miedo, me vine a la ciudad”.

Así, finalmente, otra de las mujeres me saluda y me desea que el Dios de la Vida, de los pobres y de las mujeres me bendiga por siempre a mí y a toda mi familia extensiva al corazón. Encontrar esta oración y escucharla, me pone a cavilar, y a pensar que cada día hay una forma de encontrar palabras que en la cotidianidad cobran fuerza, porque siguen iluminando el territorio de lo femenino, de las luchas cotidianas, que develan el diario caminar, la desobediencia civil, ese despertar silencioso, pero también subversivo, porque lucha por no estar con las prácticas hegemónicas, y mucho menos con el poder patriarcal. Por eso estas mujeres se nutren y se fortalecen en grupos y en círculos desde su organización; crecen, se sanan, hacen catarsis, son conscientes que necesitan expresar la barbarie, la violencia vivida: “Queremos sanar a nuestros hombres, a nuestra familia y a la humanidad, y queremos que se cumplan: la justicia social, la reparación y la no repetición de estos horrores como víctimas”.

Esta memoria coincide con el ejercicio espiritual y trascendental, porque encuentro que la dureza de las palabras de las mujeres víctimas toca con su misma esencia, se mezcla con el dolor que conecta con el cordón umbilical; son procesos como encuentros, que se tejen con la vida y la historia de cada una; se vinculan con la compasión de quien escucha y de quien cuenta y llora sus historias. Esto tiene que ver con lo que se le oía a las mamás, que el prójimo está en la propia casa: “Cuando cae una gota en agua serena, se generan ondas concéntricas – del centro hacia la periferia-, cuando cultivamos la espiritualidad, debemos comenzar nuestra práctica con los seres más próximos a nosotros. Es decir del centro hacia afuera el mundo cambia cuando vas tocando a muchos seres”, nos dice Tashi Nima.

Sólo la energía sagrada del universo permitirá en el momento indicado hacer las rupturas necesarias y dejar el miedo impuesto y que ha prohibido soñar con otras dimensiones del Espíritu presente. Esas realidades que han sido condenadas y sufridas, son profundamente respetadas porque expresan lo vivido, ya que se han compartido, y por tanto necesitan procesos de luz, de esperanza y liberación. 

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