Edición 175 – Diciembre 2023

No hay escape

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Por: Juliana Builes Aristizábal

El día que conocí a Miller, estaba robando en el Éxito de Envigado. Recuerdo que después del robo, parte de la mercancía terminó en el centro de Medellín. También hicimos una parada en una casa de empeño. Él iba en la parte delantera del carro, y yo compartía puesto con su esposa Tatiana y uno de sus trabajadores en la parte trasera. Después de eso, Miller salió a consumir perico y a gastarse la plata del día en alcohol. Al siguiente año, en 2020, fue condenado a 14 meses de prisión intramural en la cárcel de Envigado.

“Yo tengo 48, 49 entradas en la fiscalía, tengo eso en spot, sin contar todas las caídas así a calabozos. Llevo 20 años haciendo lo mismo, eso hace que yo no trabajo, en ese tiempo he pagado un total de 20 meses de cárcel”. Me decía Miller sentado en la sala de su casa en el barrio Pedregal. Él es un hombre de 1.82 cm de estatura, cabello negro, barba siempre organizada, con una gorra bien puesta que combina con su camisa y tenis Nike o Adidas, sus ojos se entrecierran por el humo del cigarro de marihuana mientras teníamos esta conversación. Tiene 40 años, tres hijos y una esposa. Es ladrón de profesión, pero con un sueño frustrado de ser músico.

El delito se ha analizado desde diferentes perspectivas, una de las cuales está relacionada con las políticas públicas de prevención. La primera vez que Miller robó, tenía aproximadamente unos 7 años. En un supermercado tomó un tetero que su abuela no quería comprarle. Después de que ella se dio cuenta de la travesura, hizo que devolviera el objeto a la tienda. Miller recuerda que en ese momento lo que sintió fue rabia. “Ella pensó que con ese acto yo me iba a sentir mal, pero resulta que yo sentí rabia con los del almacén. En Comfama de Pedregal había un supermercado ahí al lado, y yo ya tenía unos 8 o 9 años, y ya subía a robarme las chocolatinas Jumbo. Cuando ya a los 10 años probé la marihuana, ahí ya me cambió la vida porque yo necesitaba era plata para fumar marihuana”, agrega.

Según el Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, Medellín tiene la tasa de consumo más altas del país, el inicio del consumo se da entre los 13 y los 14 años. Los menores de edad relacionados con el consumo presentan una cantidad de factores de riesgo además del uso de sustancias, que pueden predisponer a los jóvenes a la comisión de hechos delictivos.

Para ese niño de 10 años, todo comenzó debido al consumo temprano de marihuana. El dinero que le daba su abuela ya no era suficiente, porque después de la marihuana, vinieron el perico, las pepas y cualquier otra sustancia que su entorno le ofrecía. Ya no era suficiente ni para comer en la escuela, ni para la droga.

Miller y yo seguimos sentados en la sala de su casa, en entrevistas casi maratónicas, tratando de entender cómo un hombre de 40 años sigue atrapado en un ciclo de delito de supervivencia. En ese momento, vivía en Pedregal, en una casa de primer piso de color blanco. Matías, su hijo menor, jugaba y comía dulces mientras su papá me contaba: “Empecé a frecuentar la esquina, el grupo de amigos, y ahí comencé a robar. Al principio, robaba surtidores de las empresas del barrio, como los carros de leche de Zenú o Nacional de Chocolates, tenía 15 años. Les robaba intimidándolos con un arma”.

Miller vivió toda su vida en el barrio Pedregal de Medellín, un barrio que para finales de los años 90 tenía grandes problemas en temas de seguridad. Para ese momento, la criminalidad en Medellín estaba organizada alrededor del Cartel de Medellín y su máximo jefe Pablo Escobar. “Esta estructura fue el resultado de una labor de reclutamiento de jóvenes de barrios populares, que vieron en el narcotráfico una oportunidad de enriquecimiento y reconocimiento social. Ese fue un momento muy importante de configuración de la delincuencia en el caso de Medellín”, afirma Ana María Jaramillo, socióloga, magíster en Historia y experta en el conflicto de Medellín.

“Pablo Escobar logró construir una compleja estructura armada que le facilitó su consolidación como jefe máximo del Cartel de Medellín. Ello fue posible gracias a una división del trabajo entre bandas y las “oficinas” a las cuales se podía acudir para arreglar disputas, desde la pérdida de algún cargamento hasta una venganza, o coordinar actividades criminales”, así se lee en el libro Medellín: Memorias de una Guerra Urbana.

Para ese momento cada esquina del barrio de Miller era un lugar de riesgo para un niño que empezaba a inmiscuirse en el mundo del delito. Su madre fue asesinada en las llamadas “limpiezas sociales” por la banda los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), y a partir de ese momento toda su educación y crianza quedó bajo la custodia de sus abuelos paternos. Miller me hablaba muy rápido de su vida. A veces, las palabras se le enredaban. Después de que su madre falleció, sus abuelos intentaron brindarle todas las oportunidades posibles. Sin embargo, en ocasiones parecía que todo se alineaba para que fuera demasiado tarde.

“Mi abuela se dio cuenta de que yo robaba cuando yo tenía alrededor de 15 años, porque muchas veces llegaba al colegio, pero no entraba; me iba con cinco compañeros más para el Inem del Poblado a robar. En una de esas ocasiones, me atraparon y mi abuela tuvo que ir por mí”, continúa Miller. Matías, su hijo menor, ya se cansó de jugar, pero la dinámica de la casa sigue siendo la misma. Recuerdo que, para ese momento, ya Miller estaba esperando que cayera la tarde para irse a robar.

La salida de los círculos delincuenciales requiere un proceso sumamente complejo que implica un esfuerzo conjunto de la persona implicada y del Estado en cuanto responsable por el bienestar de sus ciudadanos. A partir de los 20 años, la situación de Miller empezó a escalar a delitos mayores, que ya comprendía estructuras criminales organizadas y de mayor riesgo. Es importante entender que, en el caso de Miller hasta ese momento, el Estado había sido incapaz de poner en práctica cualquier tipo de política de prevención o contención.

—¿Qué era lo que hacías en ese momento? —le pregunté, mientras llegaba su trabador, es decir su otro compañero de robo.
—Yo pasé a robar carros, los llevaba a una casa finca que quedaba en La Estrella, era un deshuesadero muy grande. Ya a la semana me robaba 2 o 3 carros, y ya con eso vivía muy cómodamente. Hubo un tiempo que me metía a esas sucursales bancarias, en ese tiempo por mi casa se robaban 2 o 3 bancos diarios, entonces yo crecí con la idea que si ellos podían, yo también.

Después de unos años, sin tener muy claro el por qué, Miller hizo un alto en las actividades delictivas y se vinculó a Auto industrial Camel, una empresa que se dedicaba a la fabricación de autopartes. Cuando llevaba unos meses trabajando, una llanta delantera de un bus le estalló en el cuerpo mientras la bajaba de un montacarga, el aro de protección casi le vuela la pierna. Este accidente laboral lo incapacitó durante 3 años, situación que amplió su tiempo de consumo y de ocio.

Miller comenzó a frecuentar una esquina cerca de su casa donde solía fumar sus porros de marihuana. “En una de esas fumadas, uno de los chicos me preguntó, “Miller, ¿te gusta robar?”, Y yo lo miré, me reí y le respondí, “¿por qué? ¿qué hay para hacer?” Entonces el tipo me dijo, “mira, nosotros robamos a los supermercados, no atacamos a nadie, no estamos matando a nadie, no le estamos quitando el salario a alguien que se ha ganado con esfuerzo; lo que hacemos es quitarles a aquellos que tienen de sobra. Si le gusta, venga mañana temprano”. Al día siguiente, llegaron al punto de encuentro a las 8 a. m. con una bolsa. En ese entonces, esa bolsa tenía un compartimiento secreto en uno de sus lados.

“La primera vez que robé con ellos fue en un supermercado Ley, entré tres veces. En esa época, no había antenas de seguridad, por lo que simplemente llenábamos la bolsa y salíamos. Ganaba alrededor de 250 mil pesos a la semana, eso era en los años 2002 y 2003. Cuando salí con ellos en ese momento, en cuestión de 20 minutos, me dieron 380 mil pesos. A esa forma de robo se le llama escape”, cuenta Miller.

Para Miller, el “escape” se convirtió en la mejor opción dentro del mundo del delito para llevar una vida con menos riesgos. Las otras acciones ilegales que había cometido anteriormente implicaban penas de prisión muy altas, o incluso el peligro constante de la muerte. En ese momento, tenía alrededor de 24 años y, a pesar de haber estado robando desde los 11 años y haber estado involucrado en situaciones ilegales graves, sus antecedentes estaban prácticamente limpios.

El día de nuestra primera entrevista, en 2022, terminamos casi al caer la noche. Pasamos más de tres horas hablando de cómo comenzó todo. Él recordó hasta los detalles más pequeños de su infancia, adolescencia y parte de su adultez, como si estuviera reconstruyendo toda su carrera delictiva, mientras esperaba para irse a robar.

Después de que Miller comenzara a robar en los almacenes de cadena, las visitas a la Fiscalía no se hicieron esperar. Fue retenido en las Unidades de Reacción Inmediata (URI) en más de 48 ocasiones y estuvo en prisión intramural dos veces. Así comenzó nuestra siguiente conversación, en la misma casa, sentados en la misma sala, después de fumar un porro para concentrarse, con sus hijos escuchando las historias de su papá

Para Miller, la construcción del irrespeto hacia la ley se ha ido deformando a medida que han avanzado los años. Las normas han sido quebrantadas, no solo por él, sino también por el sistema de justicia. La policía y la fiscalía han evitado en muchas ocasiones su ingreso y registro usando métodos poco convencionales, lo que ha añadido un argumento sólido a su discurso frente a las instituciones que no cumplen con su deber. Miller al respecto comenta: “Dado que la ley también es tan corrupta, la policía es muy corrupta. De antemano, ya hemos ofrecido dinero, “sáquenme de aquí y tendrán quinientos o un millón, pero sáquenme de aquí”. Ellos van y hablan, y siempre salimos beneficiados. Luego la policía nos saca y nos libera en algún lugar apartado, y nosotros les damos el dinero. La mayoría de las veces, es así como funciona”.

“Uno al ver eso, ¿qué espera uno de la ley? ¿Qué respeto le va a tener uno? ¿Qué autoridad va a ser esa? Vea, yo tuve una vez un fiscal que, después de hacerme una audiencia, me busco y me empezó a comprar mercancía”, agrega Miller.

La sentencia
La posibilidad de ser judicializado es un riesgo latente cada vez que Miller entra a un almacén a robar. A pesar de que a lo largo de los años se ha vuelto un experto en hacer trucos para evadir la ley y transar con ella, el sistema lo han encontrado de frente, no una vez, si no más de cincuenta.

Para Julio Gonzales, profesor de Derecho de la Universidad de Antioquia y experto en derecho penal, las repetitivas entradas y salidas de Miller de estos sitios de detención tienen que ver con la naturaleza del delito que comete. “En las actividades de Miller, la pena es relativamente pequeña y no implica detención preventiva, ya que se trata de hurtos sin violencia que seguramente no superan la cuantía que señala el código para agravarlos, que son 10 salarios mínimos mensuales legales. Dado que el sistema colombiano está tan saturado, se destinan las pocas energías y recursos disponibles principalmente a resolver la situación de las personas que sí dejan detenidas. En la práctica, lo que ocurre con Miller es que, como el hurto de menor cuantía no implica detención preventiva, dejan a la persona en libertad y archivan el caso, prácticamente dejándolo en el olvido”, afirma González.

Un día de agosto cualquiera, Miller salió a hacer escape, pero la tarde no fue normal. Algo no salió según sus planes. Mientras sacaban los artículos robados, el vigilante los detuvo y tomó los artículos que llevaba en la biónica — la biónica es una bolsa hecha en aluminio que se mete dentro del bolso para aislar los sensores que hacen un fuerte pitido al salir de un almacén —, los de seguridad llamaron a la policía y empezó el procedimiento rutinario. La diferencia fue que al día siguiente no estaba en su casa, si no en la cárcel de Bellavista, condenado a 6 meses de prisión intramural.

Cuando me sacaron del sótano de la Alpujarra, estaba Tatiana parada al lado derecho, yo la vi y eso me partió el alma, yo la vi a ella en un llanto y eso ahí mismo me quebró. Ella me decía: “Miller, las niñas, las niñas, las niñas”, asegura.

La situación de las cárceles en Antioquia y en el país es devastadora. En tres ocasiones, el Estado se ha declarado incapaz de resolver los problemas del sistema penitenciario y carcelario. La situación se agrava con el paso de cada año, lo que hace más difícil cumplir el fin de la pena, que es la resocialización. En primer lugar, se enfrenta a un hacinamiento alarmante, ya que casi todas las cárceles tienen una sobrepoblación que supera el 100%, o incluso más de su capacidad. Por otro lado, la política del Estado colombiano en los últimos años ha tendido a aumentar la población carcelaria, principalmente a través de dos mecanismos: la creación de nuevos delitos y el aumento de las penas de los ya existentes. Esto significa que, si las penas son tan altas, el sistema penitenciario está recibiendo personas, pero no puede liberar al mismo ritmo.

La situación de Miller en Bellavista no difería mucho de la de miles de personas que hoy cumplen penas en las cárceles de Antioquia. Sus días se resumían en fumar porros y hacer arepas para poder sobrevivir en prisión. Para Miller, su paso por el sistema carcelario empeoró su situación en relación con la ilegalidad. El intento de iniciar un proceso de resocialización por parte del Estado no se produjo, y su respuesta a esto fue la reincidencia.

Al respecto de su condena, Miller todavía hablaba con cara de sorpresa por todo lo que se vive dentro de un penal. “Uno cree que se va a enloquecer los primeros días, es un mundo inimaginable. O sea a usted le hablaban de la cárcel y usted se imagina lo que de pronto usted ve en la película, lo que se ha visto en televisión, ya de vivirlo allá, eso es un mierdero”.

—¿Miller, y actividades, estudio o trabajo dentro de la cárcel? —le pregunté.
— Nada, nada, nada. Las actividades allá no existen. Allá iba el Inder, y por patios sacaban ocho, diez peludos, y éramos 1.800 o 1.900. Los sacaban a jugar a una cancha por allá aparte y eso era todo —me respondió.

Después de recuperar la libertad, Miller intentó incorporarse en la legalidad, pero el sueldo que se ganaba jamás iba a poder igualar lo que se hacía robando. Tampoco en su paso por la cárcel hubo algún tipo de orientación o educación que le ayudará a entender los beneficios de tener una vida diferente a la que estaba acostumbrado hace más de 25 años.

Pasaron casi 6 años para que Miller volviera a pisar una cárcel. En el 2020 en plena pandemia, fue detenido en el Homecenter de Envigado, sacando unos taladros de minería. A Miller le dictaron 16 meses de sentencia, y nuevamente empezó a vivir el recuerdo de lo que fue su primer paso por la cárcel. En Envigado tampoco estuvo en ningún programa de resocialización. Luego de pagar su condena volvió a reincidir en el mismo delito del que sigue viviendo hoy en día.

Decir que Miller se hubiera podido resocializar si el Estado lo hubiera atendido, es una afirmación imposible de hacer. Sin embargo, las obligaciones por parte de las instituciones solo se cumplieron en temas de contención.
“Siempre ha existido una crítica a las prisiones. En teoría, se dice que deberían ser un mecanismo para facilitar la reintegración de las personas a la sociedad, pero en la práctica, lo que sucede es que una persona que ha cumplido una condena sale con antecedentes penales, y lo primero que hará un posible empleador es solicitar esa información y, generalmente, la descartará. Miller es alguien que ha convertido el delito en su estilo de vida, y lo comete prácticamente como si fuera su profesión. Desde una perspectiva criminológica, se podría considerar un delincuente profesional, ya que ha renunciado a buscar su sustento en actividades legales y ha desarrollado habilidades, conocimientos y técnicas que le permiten obtener mayores ingresos económicos que los que podría encontrar en un empleo”, afirma el profesor Julio Gonzales.

No es de ellos
Miller es un hombre de 40 años, que tiene una esposa y tres hijos, que han vivido la realidad de un sistema que los ha hecho pagar por una pena que no es de ellos. El delito es un tema que tiene muchas aristas, una de estas tiene que ver con lo que sienten y viven las familias de los delincuentes. Mientras Miller ha cumplido condena, el entorno en su casa cambia completamente, su esposa Tatiana debe encargarse de todas las finanzas del hogar, lo que trasforman las dinámicas sociales y económicas de un día para otro.

La última conversación que tuvimos, fue con parte de su familia. Josselin, una de sus hijas, conversó con nosotros en la misma sala, en el mismo mueble. Josselin tiene 12 años, es segura y espontánea. Está en el colegio y en algunas ocasiones ha robado con su papá.

Tatiana su esposa, una mujer de 32 años, también estaba sentada allí. Miller ha sido su compañero desde hace 14 años, es el papá de dos de sus hijos. Tatiana conoce el negocio del escape igual que Miller. Pero sus intentos por integrarse a la legalidad han sido muchos, sin embargo, no han podido perdurar en el tiempo, porque Miller prefiere que ella no trabaje, mejor que esté con sus hijos y que sea él quien se preocupe por el dinero con el cual sobreviven. Tatiana lo acompaña en ocasiones porque ya la cara de él está demasiado referenciada, y no se pueden permitir otro periodo en la cárcel.

A pesar de que sus ingresos superan el de muchas personas en Colombia, Miller y su familia todavía viven de lo que logran sacarse a diario. Resocializarse no solo implica para Miller encontrar un empleo bajo la legalidad, si no también entender todo el contexto social y familiar que se ha creado después de estar toda una vida alrededor del delito

La disponibilidad de drogas y alcohol en los entornos delictivos, ha hecho que vivir dentro de la ilegalidad presente un riesgo más alto de volverse dependiente. Miller lleva aproximadamente 3 años sin ingerir alcohol o consumir otra sustancia diferente a la marihuana. Sin embargo, los 18 años anteriores de consumo agudizaron los problemas sociales, familiares y económicos de Miller, que de manera directa recayeron en su familia.

Para sus hijas, el trabajo de su papá nunca ha sido un secreto para nadie en la familia. Pero por esta misma razón, han tenido que escuchar comentarios desde muy pequeñas. Josselin describe el escape con tranquilidad porque de igual forma participa de él desde los ocho años. Pero sus relaciones con amigos, primos y otros ambientes cercanos han estado a travesados por la estigmatización, por ser la hija de un ladrón.

Para Miller, la percepción del delito es muy atípica en una persona que ha estado tanto tiempo en un delito de supervivencia. El escape se ha convertido en un estilo de vida. Al respecto Miller me cuenta que: “Lastimosamente lo que yo hago no es malo, pero tampoco es bueno (…) Yo le llamo arte. Los que estudian es para salir y cobrar, yo lo mío lo veo como un trabajo, así mucha gente no lo vea así, esto es una empresa, yo lo hago ver como una empresa, porque yo tengo mis trabadores. Esto se convierte en un estilo de vida con muchos riesgos, sí”, puntualiza.

Esa forma de ver la vida se ha transmitido de manera precisa a Josselin, su hija menor. En esa misma sala, después de que su papá habla, ella me dice: “Bueno, en ningún momento me ha parecido un mal trabajo, porque es una forma de vivir. No todas las personas, pero muchas personas han cometido robos en sus vidas. Entonces, a mí, eso no me parece un mal trabajo. Más bien, me parece que mi papá, una persona pobre, está tratando de buscarse la vida. Hemos luchado y seguimos luchando para sobrevivir. En ningún momento me ha parecido que mi papá sea un delincuente. Estamos buscando nuestra vida de la misma manera que cuando uno envía una hoja de vida, pero mi papá es su propio jefe”.

Entender el porqué de las situaciones que atraviesan donde habitamos es una responsabilidad de todos. Las personas que cometen actos delictivos son personas que tienen derecho a una segunda oportunidad, una oportunidad que el Estado les arrebata todos los días y que, claro, ellos en algún punto se la arrebatan a sí mismos.

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