Derechos HumanosEdición 175 – Diciembre 2023HomenajesMemoria

Medio siglo defendiendo el derecho a la solidaridad

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Por Equipo Periferia

La esperanza, dice Flor Múnera, es que algún día no sea necesario que exista el Comité. Que por pedirla gratuita, universal y de calidad no condenen al estudiante; que con la cárcel no castiguen a quien exige mejor salario y mejor trato, a quien pide que repartan la tierra, a quien sobreviva al exterminio físico.

El Comité de Solidaridad con los Presos Políticos cumple 50 años, Flor se sumó en 1975, lleva 47 años trabajando en él, fue fundadora de la seccional Tolima. En 1972, Gloria Flórez y Humberto Torres convocaron sindicatos del sector salud, el de la electrificadora, los del sector bancario, el de la fábrica de licores, el de cementeros y el de la empresa de servicios públicos. Viajaron de Bogotá a Ibagué, y les dijeron a los sindicalistas que habían creado una organización de derechos humanos, y querían conformar equipos de trabajo en varios departamentos. Personas que voluntaria y desinteresadamente visitaran y acompañaran las personas privadas de la libertad, desde Bogotá un equipo de abogados se encargaría del apoyo y la defensa jurídica.

Los movimientos indígenas y campesinos recuperadores de tierra, las huelgas sindicales, y las movilizaciones estudiantiles, vivían un momento de efervescencia en aquella década del 70, sobre todo en Ibagué y en la zona norte del departamento, región en la que años atrás se habían incubado frentes guerrilleros de diversas vertientes ideológicas. Eran épocas en las que las personas protestaban de hecho.

Fue por el sur que su mamá entró al Tolima, uno de los feudos de la realeza conservadora. Al parecer, dice Flor, su familia era “muy liberal, y parece que por eso mataron a mi papá”. La carnicería bipartidista desplazó a su mamá de Manzanares, Caldas. “Después del asesinato de Gaitán [en 1948], el país se convulsionó, decía mi mamá que muchas noches nos tocó dormir en el monte por la situación de guerra”. Flor nació en Santa Elena, un corregimiento de Roncesvalles. Me dice que su mamá era “muy dada a esa solidaridad con la gente, de esas mujeres de campo que ayudaban mucho a la gente”. Y que no encuentra otra explicación, que fue el ejemplo materno lo que la llevó a integrarse al Comité.

“En el 83 hicieron una huelga de tres semanas los pelados de la universidad. Nosotros ya teníamos la seccional y acompañamos. La llamaron el estufazo —me cuenta Flor en la sala de su casa—. Ibagué siempre ha sido una ciudad pequeña, pero el departamento tiene 47 municipios. Los muchachos para venir a estudiar necesitaban tener comida, tener techo, entonces ellos hicieron esa huelga por el derecho a que hubiera residencia y les dieran comida. Ya había presos en la cárcel, era en la 10, en el puro centro quedaba. Nosotros los visitábamos, les llevábamos aguapanela los domingos”.

Flor y las demás personas de la seccional realizaban aquellas acciones filantrópicas sin importar el riesgo que implicaba. La PM, una policía militar del ejército, era temida por su represión desmedida. “Era un peligro que lo cogieran a uno, qué derechos humanos ni que nada, eso era palo para todos, desaparecían a la gente —rememora Flor—. En un primero de mayo del 81, nosotros nos atrevimos a salir con pancartas. Casi nos desaparecen porque imagínese decir presos políticos en una pancarta. Casi nos carga la PM. Incluso ellos fueron los que mataron a Norma [Galeano, estudiante de sociales…] en la Universidad del Tolima. Habrían fuego como si nada. No respetaban, uno tenía que esconderse, tirarse al piso, salir rodando, cualquier cosa con tal de que no lo fueran a matar”.

Aquella década del 80, el Estado no escatimó esfuerzos para reprender una ciudadanía empeñada en defender sus derechos. A los sindicatos, asegura Flor, les sobraba fuerza social, pero, sobre todo, la solidaridad que escasea hoy. Cada sindicato tenía una secretaria de solidaridad. Si en alguna empresa iniciaba una huelga, las demás secretarias acompañaban la manifestación. “En el 77, salimos de aquí en un bus para Barrancabermeja a acompañar una huelga de los obreros de la Unión Sindical Obrera [el sindicato de Ecopetrol]. Estuvimos dos semanas acompañándolos. Aquí nos reemplazaban las otras compañeras en el hospital. La solidaridad era muy efectiva, era solidaridad de clase”.

Además de la solidaridad, para Flor otros factores fueron claves para la defensa de los derechos humanos. Primero que todo, la formación política: “Había compañeros muy buenos en ese entonces. Los presidentes de los sindicatos eran personas muy bien preparadas, con mucha capacidad ideológica”; y también, las medidas de autoprotección que en el fragor de la lucha fueron adoptando: “Siempre andábamos en manadita. En ese entonces cuál teléfono ni que nada, uno no tenía cómo ponerse a llamar para que lo ubicaran, tocaba mandar la razoncita con el chino más chiquito, que nadie supiera que el muchacho iba con una razón, así fue que nosotros pudimos trabajar muchos años sin que hubiese tanto daño contra el Comité. Cualquier razón era llevada voz a voz. Cuando uno veía al compañero llegar al lado de uno, uno sabía que algo grave estaba pasando. Era una formación empírica. Me acuerdo mucho que siempre nos recomendaban no estar hablando donde no supiéramos con quién estábamos, mirar quién estaba alrededor. Como había tantas desapariciones, siempre nos estaban recordando que debíamos tener mucho cuidado”.

Los protocolos de autocuidado no bastaron para evitar la época oscura que viviría el Comité en los 90. Empezó una cascada de amenazas; desaparecieron a Alirio de Jesús Pedraza Becerra, uno de los abogados; asesinaron a Julio Ernesto González, compañero de Flor en la seccional, y a quien habían trasladado a Medellín para salvaguardar su vida; también fue asesinado un abogado en Cúcuta; la secretaria general de Comité fue detenida; lo mismo sucedió con algunos integrantes de la seccional Santander; la sede de Cali sufrió un atentado, y una de las voluntarias fue violada y torturada por la fuerza pública. Quienes sobrevivieron a ese ataque, debieron cerrar las seccionales, limitar su labor en el Comité, u optar por exiliarse tal como sucedió con Flor.

“Un día amanecí y no anochecí —relata Flor—. El 30 de septiembre del 96 tenía una cita con el comandante de policía de Ibagué. Vivíamos agarrados porque él nos había acusado a nosotros de guerrilleros. Y logró que la fiscalía levantara una orden de captura contra mí, dos estudiantes, un profesor, y el secretario de desarrollo rural de la alcaldía. Allanaron el hospital, allanaron el sindicato, la central unitaria, y la alcaldía, pero no me pudieron detener porque no fui a la cita y en ese momento no estaba en el hospital”.

Flor fue obligada a “esconderse” durante seis meses en Bogotá, luego debió recurrir al exilio. Cinco años después volvió al país, pero solo 15 años después pudo regresar a Ibagué. Flor dice que nunca, ni cuando estuvo en Europa, dejó de trabajar con el Comité, el Estado y los grupos paramilitares tampoco menguaron su macartización. Los gobiernos cambiaron, mas no su repertorio de persecución.

Mientras Flor sufría el exilio, las presidencias del nuevo siglo decidieron hacer cambios en el régimen carcelario. En los centros penitenciarios se había formado una especie de armamentismo, “se armaron tanto los presos políticos como los paramilitares, pasaban hasta 11 horas echándose plomo”, rememora Flor. La medida inicial fue hacer grandes pabellones: uno en Palmira, Valle del Cauca; y dos en La Picota, localizada en Bogotá. Años después, en el 2002, el gobierno colombiano implementó un convenio con el Buró Federal de Prisiones de los Estados Unidos para hacer un segundo modelo de cárceles. Después del acuerdo, se construyeron establecimientos de máxima seguridad que trataban de imitar el modelo gringo. Una de ellas fue la Tramacúa en Valledupar, reconocida por el régimen inhumano que viven las personas allí recluidas.

La política de seguridad de Álvaro Uribe, presidente entre 2002 y 2010, agudizó la situación, “porque —en palabras de Flor— él dijo que tenía que hacer más cárceles, porque definitivamente aquí el pueblo tenía que estar en la cárcel todo”. Inició entonces la construcción de unas cárceles de tercena generación, los Establecimiento de Reclusión del Orden Nacional (ERON). “Estos que son grandotes. Antes las cárceles pequeñas eran de 600 personas. Luego llegan los pabellones de alta seguridad que eran de 1.600 personas como la de Picaleña [en Tolima], la de Acacias [en el Meta], y la de Rivera [en el Huila]. Pero luego dicen eso no es suficiente, toca que sean más grandes, de 5.000 y 6.000 personas. Picaleña hoy tiene 5.800 cupos. Donde trabajaban los presos, donde tenían la granja, donde sembraban las yucas, donde tenían la vaca, el cerdo y la gallina, eso está ahora hecho cemento”.

—Es decir que las cárceles antes eran un poco más humanas — le pregunto a Flor.

—Para el Comité la cárcel no es la solución. No resocializa, la cárcel llena de venganza y de odio, usted sale con más ganas de seguir cometiendo más delitos. Pero lo que teníamos antes era humano entre comillas. El familiar entraba a la celda donde [el recluso] dormía, comía con él, charlaba con él… pero ahora no, esos modelos de cárcel lo que han hecho es profundizar en esa venganza que el mismo Estado tiene con su pueblo. A usted lo castigan por el delito, pero allá dentro tiene otros castigos accesorios: no tiene agua, tiene una mala alimentación, no tiene un deporte, no le atienden los problemas de salud, lo jurídico tampoco funciona. Todo lo que llamamos un mínimo vital que necesita un ser humano para vivir.

Pese a la persecución, a los intentos de Uribe por no dejar entrar al Comité a las cárceles, a la estigmatización y a las trabas burocráticas aún en épocas en las que se firman y se negocian acuerdos de paz, el Comité de Solidaridad nunca ha contemplado descartar su labor humanitaria.

Esa difícil y peligrosa misión le ha otorgado un reconocimiento a nivel internacional y una legitimidad a nivel nacional. Pues la filantropía ha sido complementada con el acompañamiento permanente al movimiento social; disputas mesiánicas como la verdad y la justicia; además de exigir que se replanteen las políticas criminales con las que el Estado ha intentado históricamente reprender al colombiano que reclama sus derechos.

— En Colombia no hay una organización que haga lo que nosotros hacemos. Tal vez el acompañamiento a sindicatos y a las organizaciones que hacen resistencia en los territorios. Pero el trabajo que el Comité hace en cárcel, nadie lo hace —me dice Flor con mucho convencimiento, pero sin vanidad alguna.

—¿Después de 50 años por qué siguen visitando presos políticos en las cárceles?

— Cuando me tocó salir corriendo, nunca había sentido una cosa como la que sentí ese día, a mí me dolió mucho mi familia, y segundo el Comité. Yo cada vez que digo que me voy a ir del Comité, digo que el cordón umbilical sigue pegado, no puedo… mire que ya van 47 años y no he sido capaz de irme. Yo creo que nuestra labor es muy política. Es un reconocimiento a quienes dan una pelea en este país por unas mejores condiciones de vida, y creo que acompañar eso es muy bonito. El permanecer en este trabajo es por eso, porque uno ve que se necesita, yo lo hago con mucho cariño y la verdad siento que la gente necesita que uno haga cosas como esas.

Aunque el anhelo profundo de Flor, como el de tantos, es que el país cambie, ella misma reconoce que no se vislumbran unos cambios profundos en el mediano plazo. Por lo tanto, aunque no lo quiera, el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos seguirá siendo necesario por muchos más años para que el Estado no pueda prohibir el derecho a la solidaridad.

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