Edición 57 - Noviembre 2010

En Castilla la policía hace la vista gorda con las plazas de vicio

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“Le metí tres puñaladas a esa vieja hijueputa y  ví cuando se cayó”. “A esa malparida hay que mocharle las tetas antes de matarla”. Estas son las conversaciones entre viciosos, atracadores y jíbaros que normalmente escuchan los vecinos cuando estos se reúnen – lo cual hacen con bastante frecuencia- en juerga asamblearia en el Hueco,  un lugar así llamado por su estrechez y sin salida, en la calle 92DD, entre las carreras 71ª y 72, que mueren justamente allí.

 

 

Estamos ubicados en la zona de Castilla, al noroccidente de Medellín, en el barrio La María, también llamado Lenin pero oficialmente conocido como Francisco Antonio Zea, cuarta etapa. Es un barrio con historia, en la que se cuentan anécdotas memorables, pero también un historial tremendo de pobreza y violencia. Emergió hace algo más de cuarenta años impulsado por invasiones que hacían los campesinos expulsados por la violencia de otros lares; eran entonces ranchitos de cartón y plástico, arrinconados uno encima de otro y levantados de cualquier manera. Allí mataron a dos carabineros, cuando con su piquete pretendían desalojar a unas familias invasoras; hubo una respuesta furibunda de los moradores y fueron justamente dos sardinos ágiles de piernas quienes saltaron por encima de los caballos y apuñalaron a sus jinetes.

La estrechez de sus callejones ha hecho más familiar y afectuosa la vida entre los vecinos; hace poco más de una año que este callejón se volvió, según sus habitantes, un refugio de maleantes, vestigios de la guerra paramilitar y entre bandas de todo el sector. Eso ocurrió, según lo testimonian los vecinos, con la llegada al barrio de Juan David, alias El Chomo.

Se rumora que este joven, que por su apariencia no supera los 28 años, es uno de los reinsertados de los paramilitares en la ciudad y que llegó al barrio huyendo de la Comuna Trece. El caso es que montó en su casa una plaza de vicio, a pesar de que allí convive con su compañera y tres o cuatro niños pequeños. Poco después de llegar a este barrio, su casa fue allanada por la fuerza pública: de allí la policía sacó un fusil AK-47 y se llevó detenido a un joven apodado Puntilla, hijo de la compañera del Chomo. Pero nada más ocurrió después.

Lo que más preocupa a los vecinos es que, después de la llegada de El Chomo este callejón se convirtió en el lugar de juerga de sus clientes, que llegan en sus motos de alto cilindraje, ponen su música a todo volumen y se adueñan de la calle, las aceras de las casas y hasta las escaleras para subir a los pisos superiores. “Aquí en el andén de mi casa se parchan- comenta uno de los vecinos- y no dejan espacio ni siquiera para uno salir a la calle. Ahí, al pie de la ventana, ponen su cerveza o su wisky, su cigarrillo de marihuana o de basuco y el humo que se cuela por la ventana y por cualquier resquicio me deja la casa pasada. Hacen sus juergas de toda la noche o todo el día con música estruendosa, sin tener en cuenta que aquí hay gente trabajadora que madruga y viejitos enfermos”. “Son fiestas macabras- complementa otro vecino-, porque hay un consumo abierto de cocaína, basuco, marihuana y hasta heroína. Y toda la basura que queda de su consumo nos la dejan a nosotros. Y son tan conchudos que luego mandan a otros viciosos a barrer y a que pasen de casa en casa pidiendo el impuesto de barrida”.

En esta cuadrita, el combo de Juan David hace converger varios fenómenos. En cuestión de minutos se llena de cinco o seis moticicletas, y a la casa de El Chomo entran un bulto o medio bulto, y empiezan unos hombres armados a vigilar las esquina, mirando quién se mueve. En cosa de media hora sacan de la casa veinte o treinta paquetes pequeños de bolsas de plástico negras. Este movimiento hace sospechar a los vecinos que están es frente a un centro de acopio y distribución de drogas.

El consumo en la cuadra es casi permanente. Según relatan los vecinos, se llegan a juntar hasta treinta consumidores. Esta multitud amedranta a todo el vecindario; atracan a los carros que llegan a surtir los negocios y le cobran vacunas a estos últimos. “Yo he sido testigo- dice un vecino- de anécdotas tristes como esta: llaman a un restaurante y piden la comida para todos los que están con El Chomo. Llega el domicilio y le recogen la comida y cuando este les cobra lo encañonan y le dicen que cómo quiere que le paguen. Y no es una ni dos veces; ellos comen a domicilio de esa manera”. “Hemos visto a plena luz del día  y en mitad del callejón desguazando motocicletas”, complementan los vecinos.

También se han presentado ya varios abaleos en la cuadra. Y es que Juan David, alias El Chomo, se mantiene armado y rodeado de un círculo de cuatro o cinco hombres que lo cuidan y también se mantienen armados. Los enfrentamientos son con otras bandas enemigas del combo del Chomo. Ya pasó una vez en la carrera 72, entre las calles 93 y 94, que cuando Camilo Orozco, alias El Moho, otro toxicómano de la cuadra integrado al combo del Chomo, iba a asesinar a alguno de sus enemigos abaleó fue a una señora que cruzaba por allí. Esta señora sobrevivió de milagro, pues estuvo muy grave en el hospital con un proyectil en un pulmón. “Pero la señora no ha querido denunciar ni poner demanda por físico miedo”.

Lo incomprensible es que todo esto ocurra en un espacio tan pequeño, que cuenta incluso con la subestación de policía La María, asentada en la esquina de la calle 92DD con la 73, donde antes quedaba la caseta popular. Toda la manzana está custodiada por cada esquina de policías y los uniformados transitan en sus motocicletas constantemente por el sector.

En muchos de los vecinos está todavía viva la imagen de uno de los vecinos que vivía en un tercer piso y se atrevió a decirle a Pablo, un toxicómano de 28 o 30 años que vive tres casas abajo de la del Chamo, que se fuera a consumir su vicio a su casa porque le estaba envenenando a los niños. Por eso Pablo y sus amigos le declararon la guerra a muerte. No lo mataron, de milagro, después de varios enviones, pero sí lo hicieron ir para no dejar viuda a su esposa ni huérfanos a sus dos niños.

Sin embargo, algunos vecinos se han atrevido a llevar estas quejas ante las autoridades. Fueron a la fiscalía, donde los atendió una investigadora del CTI de nombre Elisa. También se le informó al coronel Botiva, comandante de la estación de policía en Castilla, una de las más grandes que hay en la ciudad. Le entregaron incluso las direcciones de todos los personajes, con pelos y señales. “Invitamos al coronel a que conociera nuestras casas, para que se enterara de cómo estaba el barrio. Y lo que respondió fue que por allá no iba ni en retrato. Que eso era cuestión de heroísmo”. Estas quejas también fueron puestas ante la inspección de policía que queda en la Unidad Intermedia, en la calle 65. Hasta que al final dos vecinos se atrevieron a arrimar a eso de las tres de la mañana, después de una noche tranquila, a la subestación de policía de la esquina del barrio y le explicaron al agente que los atendió por qué llegaban a esa hora y de forma clandestina: porque si esos asesinos se dan cuenta de que vinimos a informarles nos matan”. El policía tomó nota. Desde esa esquina le señalaron las casas y los lugares comprometidos. Pero hasta ahora todo ha sido infructuoso.

Por la calle 92DD suben y bajan los policías. Algunos lo hacen en motos, saludan a los bandoleros de mano y se quedan conversando con ellos de tu a tu como si se tratara de una afrenta consciente a los vecinos.

Guerra entre pobres para que los ricos vivan bueno

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